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OPINIÓN

Cuando un presidente dice malas palabras

02/07/2021

Luis Alberto Mamone

Director de Giacobbe & Asociados. Psicólogo

El recordado escritor y humorista Roberto “Negro” Fontanarrosa, en ocasión de la tercera edición del Congreso Internacional de la Lengua Española, realizado en la ciudad de Rosario, lejos de toda solemnidad y academicismo tuvo a su cargo una de las ponencias más recordadas en la historia de tales eventos.

Con la desfachatez y claridad que lo caracterizaban, comenzó su exposición comentando que como era su característica habitual hablaba desde el desconocimiento. Y que como un Congreso de la Lengua, es más que todo un espacio para plantearse preguntas él se preguntaba por qué son “malas” las malas palabras. Una a una, con la avidez y la inquietud de un niño curioso, fueron surgiendo sus dudas ¿Quién las define como tal? ¿Quién y por qué?, ¿Quién las condena por ser malas palabras?, ¿o es que acaso les pegan las malas palabras a las buenas?, ¿son malas porque son de mala calidad?, o sea que ¿Cuándo uno las pronuncia se deterioran? o ¿Cuándo uno las utiliza, tienen actitudes reñidas con la moral?, ¿Quién define lo que es vulgar y lo que no?

En su alocución, Fontanarrosa fue argumentado como dichas palabras, a pesar de los prejuicios dudosos, brindan siempre múltiples matices. Y procedió a dar variados y risueños ejemplos de ello. Recorriendo las más populares y sus secretos de declamación.

En el cierre, y a modo de justa honestidad el entrañable escritor pidió una amnistía para las malas palabras y reforzó su defensa recordando la condición terapéutica que ellas poseen.

Lamentablemente no contamos en la actualidad que el notable “Negro” rosarino para que pudiera ampliar su perspectivas y descubrir con nosotros que en el ámbito político las malas palabras son otras muy distintas a las que pensamos y denominamos como tales.

En primera instancia debemos reconocer el poder de las palabras. Un poder indiscutible que permite construir transformaciones sorprendentes e inalterables. El psicoanalista utiliza la palabra como instrumento de cura. El poeta recurre a ella para descifrar lo inefable. El docente enciende la curiosidad y la inquietud de su alumno seduciéndolo a fuerza de vocablos concluyentes. El religioso encuentra en ellas a su Dios.

Pero también las palabras pueden ejercer su poder para destruir. Una palabra puede herir, de la misma forma que puede confundir o engañar. Y todo esto sin límite y piedad.

El político ejerciendo su responsabilidad pública trabaja esencialmente con palabras. Palabras que tienen que constituir el decir de todo un pueblo. Tamaña responsabilidad. Por lo tanto el primer deber del oficio es poder distinguir la perceptible diferencia entre hablar y decir.

Se puede “hablar” deshonrando a las palabras, se las puede vaciar de contenido e intención, se puede hablar mucho y mal. La charlatanería suele ser parte del juego y su costo puede en estos tiempos, ser muy reducidos. En cambio “decir” requiere de otras cualidades. Decir implica recurrir a palabras plena de sentidos y economía de recursos. Instrumentos necesarios para despertar  nuevas conciencias.

Todo líder político necesita de buenas palabras y buenas interpretaciones, sencillamente porque ocupa un escenario iluminado que no se desmonta nunca.

En sus primeros meses de gobierno, Alberto Fernández intentó construir la
imagen de un mandatario impregnado por una enorme vocación docente. Un presidente que seguía concurriendo a la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires a tomarle examen a sus alumnos, un jefe de Estado que, valiéndose de gráficos en enormes pantallas, les explicaba a los periodistas y a sus compatriotas, con pelos y señales, por qué la batalla de Argentina contra el Covid-19 estaba siendo presuntamente mucho más exitosa que en otros países. Y lo hacía por sobre la autoridad máxima en la materia, su ministro de salud.

Un año después de todo eso, ni el polvo queda, porque la pendiente de su
imagen ha sido descendente y el deterioro constante. Lo que quedaba en pie de aquel destacado profesor se vino abajo en la última estocada. Tras un desatino verbal de proporciones históricas e internacionales, el jefe de Estado se convirtió en el protagonista de los memes más ingeniosos y crueles que se hayan visto en mucho tiempo en el país y sus zonas continentales aledañas.

Se trató de un evento entre mandatarios de Argentina y España. Todo había
empezado con lo que se considera rutina en las relaciones entre dos países que buscan estrechar lazos y subrayar sus buenas relaciones.

En su afán por congraciarse jubilosamente, con una mezcla de orgullo y complicidad el presidente argentino, Alberto Fernández, frente a su homólogo español, Pedro Sánchez, expresó lo siguiente. “Escribió alguna vez Octavio Paz que los mexicanos salieron de los indios, los brasileros salieron de la selva, pero nosotros, los argentinos, llegamos de los barcos. Y eran barcos que venían de Europa. Así construimos nuestra sociedad”.

La suma de absurdos en una sola frase abruma. En principio Octavio Paz no es el autor de la frase. Unos la atribuyen al célebre escritor mexicano Carlos Fuentes. Él mismo, explica en el prólogo a su libro «Los cinco soles de México», que el escritor argentino Caparrós le había explicado, que una frase popular o chiste famoso, señalaba el carácter migratorio de la Argentina en contraposición con la historia antiquísima de México. En el comentario se señalaba la verdadera diferencia entre México y Argentina. Explicando que nuestra nación tiene un comienzo, pero México tiene un origen.

Además, por si fuera poco, la frase popular no incluye a los brasileros «que
salieron de la selva» ni la palabra «indios», sino que reza: «Los mexicanos
descienden de los aztecas, los peruanos de los incas, y los argentinos… de los barcos”.

Que un presidente posicione a un ministerio para la igualdad de Género y
promueva el lenguaje inclusivo, hable a esta altura de los tiempos, de «indios», por más que sea citando a otra persona como fuente, deja la irrebatible impresión de que no todo aquello que dice y promueve es algo en lo que realmente crea. O entienda. Lo mismo al plantear que mexicanos y brasileños «salieron» de determinado lugar, en tanto que los argentinos llegaron.

Las palabras se manifestaron como groseras malas palabras. Tratando de destacar el peso de la herencia europea de nuestro país, terminaron ofendiendo, y con justa razón a toda América Latina, incluyendo y provocando a nuestra opinión pública.

Son ya varias las veces que el presidente argentino hizo gala de una curiosa manera de entender la realidad. En 2020 quiso elogiar a Evo Morales y lo definió, a viva voz, como «el primer presidente que se parece a los bolivianos».

Ese mismo año mandó de manera despectiva a la periodista Cristina Pérez, en un telenoticiero diario de máxima audiencia, a leer la Constitución Nacional. Cuando luego se confirmaría que el equivocado en cuanto a la interpretación constitucional era él. Pero nunca había tropezado con un tema de calado tan profundo como este último, que llevó a que sus propios partidarios a inclinarse por el silencio antes que por defender lo muy difícil de defender.

Pero posiblemente la frase más hiriente que pronunció nuestro primer mandatario fue aquella de “el sistema de salud se relajó”. Polémica frase que soltó al aire tratando de explicar el incremento de casos, de internación y de muertes por COVID 19, mientras anunciaba nuevas medidas de aislamiento por la crisis pandémica. Unas palabras que no pasaron desapercibidas ni mucho menos, sino que dolieron y mucho en amplios sectores sanitarios.

Paula Pareto, nuestra exitosa representante olímpica en yudo y médica traumatóloga de profesión permitió resonar públicamente las palabras que representaban el sentir de muchos. “Es un insulto a todo el personal de salud, sin vacaciones, sin licencias, sin descanso, sin insumos, con sueldos por debajo de la línea de pobreza, sin ver a sus familias. Un sistema de salud que desde el día cero trabajó sin parar, con compañeros internados graves, o peor, fallecidos”.

Pero las malas palabras no son privativas de nuestro presidente. Su antecesor en el cargo, Mauricio Macri lo ha acompañado, en los últimos tiempos, con sus propios desatinos verbales.

«Yo llegaba a las 7 u 8 de la noche, cerraba todo y me olvidada. No prendía la televisión, ponía Netflix y no quería saber nada hasta el otro día a las 7 de la mañana». Tal revelación, dejó entrever los pormenores obscenos del liderazgo ejercido por alguien que manifestaba luchar por un cambio estructural.

Pero el estruendo mayor, en la presente temporada, lo ha producido a partir de una entrevista realizada en la provincia de Mendoza.

En tal circunstancia consideró al coronavirus como una “gripe, un poco más
grave” y añadió que “nunca” creyó que fuera “algo” por lo que “uno tiene que estar sin dormir”.

Cuesta sin dudas, desvincular tales declaraciones de la línea negacionista
elegida por nuestro vecino Jair Bolsonaro.

Las voces de repudio a tales consideraciones no tardaron en llegar. Fueron los médicos infectólogos los primeros en afirmar que los dichos del ex presidente funda una falta de conocimiento y de respeto hacia todos los que han perdido seres queridos.

La mayoría de los cuestionamientos se centraron en la “insensibilidad” y “crueldad” de clase de nuestro anterior mandatario.

Ambos políticos tuvieron que bajar el copete y salir a pedir disculpas en distintas ocasiones. Ambos coincidieron en que sus intenciones eran otras a las producidas. Pero las ofensas de este tipo son innegociables.

«El hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras” es una frase
célebre que se atribuye a Aristóteles.

La política es parte importante de la salud pública. Estos son tiempos de alta necesidad de higiene y prevención. Son tiempos de buenas y dignas palabras que nos liberen de nuestros peores laberintos.

Alberto Fernández, Encuestas Argentinas
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