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OPINIÓN

Si quieres la paz, has una política exterior feminista

05/07/2021

Mariano De Rosa

Doctorando y Maestría en Estudios Internacionales (UTdT). Abogado, docente e investigador (UNMdP).

El orden internacional a lo largo de la historia se ha forjado bajo la égida del interés nacional definido en términos de poder.

Esta concepción, entendida y planteada en el ámbito de las relaciones internacionales por autores como Hans Morgenthau, radica en la idea clásica de politización en torno al arquetipo de hombre-estadista encargado de atender a la salud de la “cosa pública” bajo el prisma de la “razón de estado”.

De este modo, la naturaleza intrínsecamente anárquica de las relaciones internacionales responden a un patrón de autopreservación del estado que confluye en la agónica y pesimista noción de que “para lograr la paz, es necesario prepararse para la guerra” -en latín, si vis pacem para bellum-. Este silogismo lleva al lector desprevenido a recaer en una interpretación y curso de acción en espiral: prepararse para la guerra resulta un imperativo categórico; la guerra la hacen ciudadanos-guerreros que heroicamente precluyen la vida de otros y sacrifican la propia en pos de la pervivencia del Estado.

Afortunadamente, tales premisas resultan falaces en cuanto a su contenido. La paz ha de lograrse por vías o mecanismos que atemperan las figuras de hombre-estadista u hombre-guerrero para dar paso a la intrepidez de las perspectivas feministas que rompen con el conformismo netamente coercivo y jerárquico del conflicto ¿En qué medida aportan estas perspectivas en la articulación de una política exterior alternativa? ¿Cómo robustecer la paz mundial hipotética en derredor de tales miradas que aportan una visión agonal y heterodoxa al alcance de sus metas?

Hannah Arendt sostenía que el poder y la violencia estilizan una relación de opuestos, allí donde existe coerción absoluta la otredad permanece reducida al grado de absentismo. Antes bien, la substancia del poder se encuentra en el consenso, en la pluralidad entendida como la capacidad para dialogar y lograr acuerdos bajo un curso de acción en común. He aquí un aspecto caliente acerca de la reinterpretación del poder, en tanto induce a cuestionarnos en qué medida y bajo qué ámbito podemos llevar a cabo una praxis armónica con los postulados de Hannah Arendt.

En este sentido, un postulado teórica válido en la disciplina sostiene que a medida que se incrementa el grado de igualdad de género dentro de los estados, sus niveles de violencia como instrumento de política exterior tienden a reducirse. Esta hipótesis, derivada de la renombrada teoría de la “paz democrática”, desemboca en una dicotomía autosuficiente en el plano de la política pública.

Por un lado, una agenda doméstica tendiente a superar los clivajes binarios que impliquen desigualdad de género. Por el otro, una agenda interna que galvanice “desde abajo hacia arriba” la articulación de una política exterior con perspectiva de género. Quizás bajo este patrón de conducta resulte ilusoria la creencia de lograr las ansiadas metas de paz y justicia universales, lo cual en modo alguno implica abrogar su idealismo por una mirada conformista y utópica de la armonía.

Por el contrario, tratar la noción de “seguridad” más allá del nivel de análisis estadocéntrico permite al agente-decisor recabar en un concepto entendido en términos más amplios, en donde la “seguridad individual” de las mujeres y hombres disminuya el grado de conflictividad interna y, consecuentemente, extrapole sus efectos al ámbito internacional.

¿Cómo lograr un compromiso adecuado como sociedad que tenga por objeto erradicar las desigualdades de género? Primeramente, resulta preciso señalar la necesidad de iniciativas a nivel institucional que apunten a resolver los problemas del patriarcado androcéntrico, la inequidad sexual y la estigmatización de las sexualidades diversas. Bajo esta mirada, el “desarrollo sostenible” supera su finalidad entendida puramente en términos de crecimiento económico, y abarca el objetivo de lograr la igualdad de género mediante el reconocimiento operativo de los derechos humanos de todo individuo, tal como enuncia el “Objetivo 5” de los ODS 2030 del Proyecto de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

Sin duda alguna, todo ello requiere una agenda asertiva desde las instituciones estatales que propugnen políticas de acción positiva tendientes a eliminar las denominadas “brechas de género” y a reconocer derechos a minorías insulares con apego al principio de igualdad.

De esta manera, será posible la formulación de una política exterior que enfatice la fineza diplomática e incremente el “soft power” a través de una identidad superadora del conflicto convencional entendido en términos exclusivamente competitivos. Una perspectiva feminista permite envisionar la habilidad del Estado de actuar en concierto con otras naciones, independientemente del aumento del músculo militar. Consecuentemente, la mitigación de la anarquía del sistema internacional encuentra su lógica reproductora a partir de la premisa de “ser afuera lo que uno es hacia adentro”.

Entender a la vigencia y el respeto de los derechos humanos como uno de los valores intangibles de la política exterior coadyuva a anidar la experiencia del caso argentino. Desde la restauración de la democracia se ha establecido cierta congruencia al respecto como política de estado tanto en su plano interno como en lo externo en el ámbito regional y multilateral. Es por ello que adoptar una matiz feminista a la consolidada tradición en materia de DD.HH solo aportaría mayores grados de autonomía y cohesión al posicionamiento de la Argentina como potencia mediana que oye y es oída en sus credenciales como impulsora de la paz internacional. Sin duda alguna, este objetivo ha de ser el propósito fundamental de la Dirección de la Mujer y Asuntos de Género de la Cancillería.

En conclusión, la construcción de una identidad feminista alternativa a los paradigmas de hombre-estadista u hombre-guerrero en la política exterior permite vislumbrar mayores posibilidades de alcanzar consensos generalizados que denoten niveles razonables de justicia. En definitiva, tal como Simone de Beauvoir resaltaba, se trata de valorar la creación de vida y dar a luz a nuevos acuerdos como un imperativo que se yuxtapone al martirio de poner en riesgo la vida propia en un conflicto. Esto último, exige la inclusión de nuevos paradigmas en las relaciones internacionales que aclaren otras dimensiones y carices sobre el poder y su primacía.

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